No quiero ni pensar en mi reacción ante una abducción OVNI, pero sería, cuando menos una experiencia extraña.
Aquí os traigo mi historia.
Una noche de duro invierno, hace viento y frío, pero no hay nubes en el cielo. Estoy circulando con mi vehículo entre unos pueblos de la Siberia extremeña, en un coche vetusto, de más de 30 años de antigüedad o más, de carburador de doble cuerpo (es un SEAT 124-1430) con nula tecnología. En el autorradio voy escuchando Radiolé absorto en mis cosas, es decir, en gilipolleces de las mías.
Como el que no quiere la cosa, el aire deja de soplar y entre la espesura del bosque cercano a la zona de los pantanos aparecen luces extrañas de múltiples colores e intensidad. Como buen extremeño descendiente de conquistadores de la Nueva España, giré con brusquedad el volante y me encaminé a ver qué cojones era todo aquello por pistas forestales. Al llegar, miré al cielo y vi una inmensa yogurtera como la que tenía mi madre en casa, que iba a 125 voltios. Y allí, con dos cojones, me quedé hasta que aquello bajara. Es cierto que el 124 se me paró de golpe, no sé si porque los platinos del delco se pegaron o porque aquella monstruosidad emitía más ondas electromagnéticas que Torre España. Tanto fue el bombardeo hertziano que, antes de pararse mi vehículo, la radio se cambió de golpe, pasando de Radiolé a Radio Clásica, ¡casi me da algo, no me jodas!
Después de estar un buen rato viendo este inmenso juego de luces, el armatoste ese decidió descender en un claro del bosque. Cuando por fin se posó, una puerta por el medio de la nave se abrió suavemente y su sonido me recordó al mismo que hace una lata de alcachofas cuando la abro. De ahí bajaron tres personajes extraños vestidos con papel Albal, como si salieran del congelador de mi frigorífico. Estos tres melones de Villaconejos se acercaron hacia mí, pero como yo soy una persona sin miedo alguno, porque yo nací solo, los esperé con los brazos en jarra y dispuesto a liarme a tortazos a la mínima.
Pude observarlos más de cerca (porque las cataratas ya están ahí y no veía un carajo de lejos), observé que portaban escafandra, eran bajitos como los del pueblo de al lado del mío (que todos son horrorosos) y en su cintura llevaban un arma parecida a un micropene, que lo mismo era el pene que ellos lo tienen en el costado.
Uno de ellos levantó una especie de mano de seis dedos, como para pedir un taxi o porque estaba en el Valle de los Caídos un 20 de Noviembre, pero me equivoqué, me estaban saludando.
Yo hice el mismo gesto con mi mano, pero diciéndoles: "¿Qué pasa, cabeza melones?", agarrándome los cojones con la mano. He de deciros que yo no soy lingüista ni físico, soy un simple trabajador de la churrería "Anastasio García, las mejores porras y churros de Extremadura", no como en las películas americanas con sus grandes despliegues de gente importante.
Los entendí porque portaban como un traductor del extraterrestre al extremeño y viceversa. ¿Pudieran ser de Reticulín? Lo desconozco, porque todo lo que salga de la provincia de Badajoz a mí me parece extraterrestre. Ellos parecían muy educados, o tan educados como un alumno de FP de delineación de los Salesianos, dirigiéndose a mí en estos términos:
- Somos del planeta WASP-19b (conocido como el planeta ultranegro) y venimos en son de paz.
¡Estaría bueno que no vinieran en son de paz, porque a la mínima me lío a hostias!
-
Me llamo Anselmo (muy despacio para que me entendieran) y soy vecino de Castuera, Badajoz, ¡empadronado y todo, eh!
-
Queríamos invitarle a nuestra nave y hacerle unas pruebas médicas para ampliar nuestros conocimientos del cosmos y de la biología humana. Ya tenemos un cerdo de las dehesas de aquí y queríamos hacer una comparativa.
¡Joder, pruebas médicas gratis y hoy mismo, y no dentro de seis meses como en la Seguridad Social!, pensé yo, como pensé que lo mismo me dan hasta morcillas patateras de ese cerdo.
Aquí tengo que hacer un inciso. No me importa que me abduzcan unos extraterrestres y me hagan pruebas médicas, pero lo que no soporto es que me hicieran una colonoscopia sin antes conocer el tamaño de su ano, porque si es diminuto vale, pero ¿si no lo es?
Total, les dije que sí y con un rayo me elevaron y me introdujeron en la nave.
En la misma me tumbaron en una especie de camilla y varios de sus miembros me desnudaron y viví un momento de confusión, ya que cuando me bajaron la ropa interior creí apreciar una especie de risita y miradas entre ellos (al final me lío a hostias, verás). En fin, me miraron los ojos con una especie de luz intensa que quitaron las cataratas y, ya puestos, pedí que mis ojos fueran verdes, pero estos no me hicieron ni puñetero caso. También noté un corte de uñas de manos y pies que nunca viene mal y así te ahorras 30 pavos del podólogo.
Y ahora viene lo peor, el tacto rectal, y aquí me ataron no sin antes ponerme a cuatro patas encima de la camilla. En ese momento descubrí que su ano es más grande que el nuestro y que esto de la sedación no estaba muy avanzado (tampoco la óptica, por lo que pude apreciar). La sensación que tuve en ese momento es la misma que cuando los trenes que compraron en Cantabria eran más grandes los vagones que los túneles. Me mentalicé de que ya no había nada que hacer y que tenía que disfrutar del momento, aunque el instrumental médico estaba frío y se me puso la carne de gallina, y no quiero debatir sobre este tema. Lo que sí percibí tiempo después es que mi ojorrasquero era más grande de lo normal y que gracias a eso mi tránsito intestinal tenía tanta actividad como la estación de Sol del metro de Madrid.
Yo observaba el trajín de todos estos personajes amelonados que correteaban a mi alrededor, dándome a entender con su voz metálica que mis riñones no funcionaban muy bien debido a las altas dosis de cervezas diarias que ingería con mi gente, pero como no me fiaba del todo, les comenté que lo dejaran tal y como estaban los dos, porque en el planeta Tierra existían muy buenos tratamientos para arreglar los riñones, aunque luego viniera Hacienda y te los arrancara de cuajo.
El final no fue muy elegante por su parte, puesto que me comunicaron a las bravas que mi organismo concreto no tenía ningún valor como estudio clínico y que incluso habían visto en el cerdo ibérico algo de superioridad biológicamente hablando a mí.
Total, me arrojaron fuera de la nave por algún agujero que yo creo que era el de su baño, porque olía a aguarrás mezclado con caldo de aceitunas, algo de vino picado con bomba fétida y pimentón picante.
La nave desapareció de forma fugaz, me metí en el coche que por fin funcionaba e incluso se me cambió otra vez a Radiolé, personándome tiempo después donde yo quedaba con los parroquianos, que no es otro que el Bar Lucrecia viuda de Antonio Calero, donde conté mi gran historia, la cual provocó una gran carcajada colectiva, incluso a Iñaki (no sé por qué cojones se pone ese nombre vasco, seguro que es para impresionar a las madrileñas que vienen los fines de semana, ya que este personaje es de Azuaga). Incluso otro que tenía un pedo del quince que le ponía la mujer del tiempo de La 1 del telediario de las nueve porque no dejaba de mascullas: que buena está, me dijo que cuál era mi camello. Es lo que pasa cuando uno se rodea de cabestros incultos.
Y esta es mi pequeña gran historia.
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