Ahora que el Tour de France ha invadido mi televisor y la frase "tête de la course" parpadea sin piedad, me veo arrastrado, casi sin quererlo, a la más absurda de las reflexiones. Y es que, queridos amigos, en esta vida, jamás de los jamases he sido eso, una "cabeza de carrera". Ni por asomo.
Debe de ser la leche, la verdad, pertenecer a ese selecto club de elegidos, ser el primero en algo. Pero en mi caso, en el glorioso mundo del deporte, fui un fiasco de proporciones épicas. En el fútbol, por ejemplo, no valía ni para estorbar; mis compañeros preferían jugar con diez antes que verme tropezar por el campo. ¿Portero? ¡Ni hablar! Mi innata cobardía, nacida de un instinto de supervivencia que rayaba en lo patético, me impedía ponerme bajo los tres palos. Y mira que no valer ni para portero es humillante, eh.
Pero no creas que mi mala suerte se limita al sudor y la competición. Si me salgo de los campos deportivos, la historia es la misma: ¡nunca he sido "tête de la course"! En el trabajo, un resultón del montón; en sociedad, un cero a la izquierda; y en la política, por poner un ejemplo, un "iluminado" que nadie se toma en serio. No nací para ser líder de nada, ni para encabezar absolutamente nada. Soy un mero ladrillo más en este muro inmenso llamado vida, y punto.
Pero, ¿me ves preocupado? ¡Para nada! Que el que quiera competir, que arree con ganas y que sea el primero en lo que le dé la real gana. Porque a mí, sinceramente, nunca me ha apetecido esa movida. La vida, para mí, es para contemplarla y masticarla con calma si todo va bien. Y si no, bueno, ya sabes: ¡que le den y a seguir!
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